Por: Florencia Borrilli
Freelance solía decírsele a la persona cuyos servicios podían ser contratados por cualquiera y no por alguien en particular. Me gusta esta idea. Y más me gusta pensar en que uno se tiene que casar con uno mismo y con sus propias convicciones para brindarse a los otros.
Muchas veces, los que trabajábamos de forma autónoma nos sentimos solos para tomar decisiones y necesitamos una opinión externa. Por eso, es interesante empezar a trabajar la idea de «red» y «colaboración» entre colegas, porque lo que cualquier trabajador en el contexto de una organización encuentra de forma natural en su espacio laboral físico, quienes trabajamos en casa lo buscamos en la red que vamos construyendo cada día. Pero esas personas no están ahí, están desparramadas por cualquier parte del mundo.
Y la realidad indica que somos seres sociales y necesitamos de la ayuda de otros y viceversa. Por eso esa red de personas que se va armando con profesionales de distintas ramas es muy valiosa, ya que puede ayudarnos a mejorar nuestras propuestas, a incrementar la creatividad, y a facilitarnos otros contactos que no están a nuestro alcance.
Ser freelance no significa trabajar solo, aislado. Esta manera de encarar el trabajo y la ganancia de dinero nos brinda un condimento espectacular para potenciar lo que hacemos: libertad. Libertad para disponer de tiempo, para asistir a reuniones, para hacer llamadas, para conocer a otros y para participar de varios proyectos en simultáneo; entre otras actividades. Una de cal y una de arena, como dicen los abuelos.
Ser freelance también significa moverse todo el tiempo, buscar proyectos nuevos, nutrirse de herramientas para ofrecer innovación y creatividad, generar una rueda de cobros que nos permita cumplir con nuestros pagos y obligaciones, captar clientes que sean ‘lo más duraderos posibles’ e, incluso, encargarnos de nuestra propia administración.
Es un trabajo dentro de otro trabajo, porque también nos toca vendernos y promocionarnos a nosotros mismos. Esto último requiere confianza y seguridad en quienes somos, en la calidad de lo que ofrecemos y en los valores que ponemos de manifiesto a la hora de darle vida a un proyecto o de cumplir con la expectativa del cliente.
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Otro tema clave son los límites, tan poco delimitados -valga la redundancia- cuando podemos manos a la obra. Debemos establecer horarios y días para trabajar, definir cuándo dejar de responder mails, cuándo tomarnos un descanso para recrear la mente, cómo hacerles entender a los otros que ‘estar en casa’ no significa ‘estar desocupado’, que necesitamos concentración para escribir, pensar y crear como cualquier profesional lo requiere en su oficina o empresa. Además de todo eso, el freelance tiene que entender y asimilar que así de rápido como un cliente aparece, puede desaparecer y que, incluso, muchas veces sin dar demasiadas explicaciones.
La adrenalina -así me gusta llamarla- es constante y aceptarla como parte de las reglas del juego suele costar al principio.
Ahora sí, cuando logramos conquistar un cliente, salir airosos de un proyecto o ganar las felicitaciones y el reconocimiento de quienes nos eligieron, la felicidad es inmensa. Porque el freelance saber que todo se lo ganó por sus propios medios, a través de lo que es y no de otra cosa. Es decir, que ser freelance es un modo de vida, una elección, una forma que podemos ir recreando con nuestros propios sentidos y que no es igual -ni tiene porqué serlo- para todos.
Si tenés ganas de conversar, podemos contarte nuestras experiencias, pero la experiencia no es transferible y cada uno debe hacer la suya. Si lo estás pensando, si algo dentro tuyo te pide un cambio, ¡animate¡ Siempre hay tiempo para empezar de nuevo.
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